Para los niños, la naturaleza es parque de atracciones, excelente medicina y aula de aprendizaje. El contacto con ella mejora la salud, la capacidad de atención, el desarrollo motor y cognitivo, la autonomía, la seguridad, la adquisición de valores…
Nos reímos de la ocurrencia del crío pequeño al que se le pide que dibuje un pollo y esboza un pollo asado. O del que a la pregunta ¿de dónde viene la leche? responde “del supermercado”. Pero más que cómica, esta realidad resulta trágica. Evidencia que hoy muchos niños crecen sin salir de un entorno urbano y su contacto con las plantas, los animales y los parajes naturales llega a través de la escuela, libros o vídeos. Hay pediatras, educadores y psicólogos que ya hablan del síndrome o trastorno por déficit de naturaleza, un mal que afecta a los niños que viven alejados del contacto con entornos naturales y que se manifiesta en forma de obesidad, estrés, trastornos de aprendizaje, hiperactividad, fatiga crónica o depresión, entre otros síntomas.
Muchos niños salen de casa por la mañana para ir al colegio en coche o autobús, regresan por la tarde por el mismo medio y a la hora de jugar lo hacen en casa y a menudo con la consola o el ordenador. Los padres llenan sus agendas de actividades para prepararles para el futuro y se preocupan por su seguridad, por tenerlos en ambientes protegidos, que no se mojen, no se ensucien, no les piquen bichos… El resultado son millones de niños que no juegan libremente en el parque o en el campo, que no trepan a los árboles ni construyen chozas con troncos, que no cazan lagartijas ni insectos ni tiran piedras a los charcos para no mancharse. Dicen los expertos que, privados de esas experiencias con la naturaleza, esos niños pierden importantes espacios de desarrollo cognitivo y emocional, pierden capacidad de exploración, de creatividad, de destreza para la convivencia y para la resolución de problemas. Y aluden a diversos estudios de investigación que prueban que los niños del campo enferman menos, tienen mejor concentración y autodisciplina, mejor coordinación física, equilibrio y agilidad, son más imaginativos, tienen más habilidad para divertirse y colaborar en grupo, son más observadores, muestran más capacidad de razonamiento y más paz interior. Los de ciudad, en cambio, son más temerosos, desarrollan más alergias, tienen más problemas de sobrepeso u obesidad, son más nerviosos e inseguros, se aburren más…
Más seguros y autónomos Las diferencias entre los niños urbanitas y los rurales las podemos observar continuamente en nuestras excursiones. “Por nuestras actividades pasan niños de pueblo, de ciudad, de primaría, de bachillerato, de escuelas públicas, de centros privados… . Y vemos que los que vienen de ciudad o pueblos con entornos muy urbanos llegan muy nerviosos, acelerados, hablando muy alto; corren y no dejan de moverse y de querer ir rápido a verlo todo, como si se les fuera a acabar el tiempo; los de pueblo se muestran más tranquilos y serenos, más independientes, con menos miedos, como más integrados con el resto del mundo; los de ciudad no se atreven a entrar en el bosque, no se sientan en el suelo para no ensuciarse, se quejan si hay piedras en el camino o si llueve porque les parece que todo se ha de ajustar a sus intereses y sus necesidades”.
“La naturaleza ofrece una cantidad tan elevada de estímulos que el contacto con ella hace que el niño se encuentre en un espacio abierto, con sensación de libertad, con capacidad de moverse libremente, de observar los procesos que ocurren, y eso es fundamental para el desarrollo de sus habilidades de movimiento pero también un estímulo para sus neuronas, para sus emociones y para su aprendizaje; es una experiencia vital que permite al niño sentir y medirse a sí mismo de forma diferente a como lo hace en la ciudad».
Más despiertos, el contacto con la naturaleza incide directamente en el movimiento, y la neurociencia ha demostrado que este tiene repercusión en el número de conexiones neuronales y favorece una organización cerebral rica y variada, una mayor plasticidad, de modo que favorece el desarrollo intelectual y el aprendizaje cognitivo. “Caerse, levantarse, ejercitar los músculos y los sentidos, ponerse a prueba, coger insectos, plantar semillas, son estímulos para el cerebro y también para las emociones, porque oler una flor, contemplar un campo de amapolas o ver cómo nace un ternero provoca al niño sensaciones que, a su vez, suscitan emociones, y esas emociones son luego importantes para construir el conocimiento, porque lo que aprendemos vinculado a emociones se graba más fácilmente en nuestra memoria y es más difícil de olvidar».
Más equilibrados, el contacto con la naturaleza mejora las habilidades motrices de los niños: “Los niños de entre uno y tres años de nuestra guardería caminan por el bosque mejor que los de cinco años que llegan de Madrid y no saben subir una rampa, se tropiezan con las piedras del camino, se ponen a llorar porque se caen…”. Este ejemplo –tener que sortear piedras en el camino, caerse y levantarse para continuar adelante, etcétera– es muy significativo de cómo el contacto con la naturaleza contribuye al desarrollo emocional de los niños. “En el campo es fácil trabajar la tolerancia a la frustración –si llueve te mojas y te aguantas; si te tropiezas o estás cansado mientras estás por el monte te has de aguantar y continuar–, pero también la empatía y el respeto mediante el contacto con los animales y las plantas, o la serenidad y la calma que exigen la observación y la contemplación; se desarrollan muchas habilidades de forma fácil y natural”.
Más sanos, los niños en contacto con la naturaleza también sienten menos emociones negativas, son más observadores y se muestran más agradecidos, y hay estudios que demuestran que a las personas agradecidas les late mejor el corazón porque el agradecimiento libera endorfinas que regulan la presión sanguínea. Y puesta a apuntar evidencias científicas de los beneficios del contacto con la naturaleza, recuerda que “en espacios cerrados o muy masificados se acumulan iones positivos que producen cefaleas, nerviosismo y malestar, mientras que en los espacios abiertos, en las corrientes de agua, en los bosques o cuando llueve se generan iones negativos que son buenos para la salud y el estado de ánimo; por eso pasear una hora por el monte nos ayuda a descargar el malestar y cargarnos de iones de los buenos”.
“El contacto con la naturaleza es muy importante no es una moda ni una retórica sobre la calidad de vida; hay datos empíricos que demuestran que influye en el bienestar psicológico y emocional y sobre las capacidades intelectuales de las personas; y de hecho esa idea ya fue descubierta y defendida en el siglo XIX por las asociaciones de tiempo libre y la institución libre de enseñanza”. Los expertos opinan que detrás de esta realidad puede haber razones biológicas, y que aunque el cuerpo humano esté adaptado ya al modo de vida urbano, quizá el cerebro todavía añore estímulos que tienen que ver con la experiencia de vivir en la naturaleza, que es donde la especie humana ha desarrollado estrategias de adaptación más exitosas para su supervivencia.
Más allá de todos los beneficios sobre la salud, las capacidades intelectuales y el equilibrio emocional que pueda suponer que los niños estén en contacto con la naturaleza de forma espontánea, si se aprovecha ese contacto en contextos educativos –aulas de naturaleza, actividades multiaventura, etcétera– los espacios naturales se convierten en un gran recurso pedagógico para educar la percepción de los chavales y hacer que los niños aprendan a discriminar, a categorizar y a ordenar la información, a establecer vínculos afectivos con la naturaleza y los seres vivos y a desarrollar sentimientos de respeto y de protección del medio ambiente.
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